"Los
Ciudadanos que dejan que otros les representen deben renunciar a
hacer la ley ellos mismos; no tienen ninguna voluntad particular que
imponer.
Si los Ciudadanos pudieran dictar sus voluntades, Francia ya no sería un Estado representativo; sería un Estado democrático.
El
pueblo, repito, en un país que no es una democracia -y Francia en
modo alguno cabría que lo fuera-, no puede hablar ni actuar sin que
sea por la vía de sus representantes."
Así
se expresaba el abate Emmanuel-Joseph
Sieyès (1748-1836), político, aristócrata y eclesiástico
francés, uno de los que ayudó -desde dentro- a finiquitar la
revolución francesa.
Estado democrático: el Pueblo habla y actúa por sí mismo. Y hace las Leyes.
Todo el mundo lo tenía bien claro entonces: la representación no es democracia; las elecciones no son democracia.
Y la “Casta” también tenía bien claro que no querían democracia, ni en pintura.
Pero una parte
importante del Pueblo francés del siglo XIX -y otros en otras
partes- sí la quería.
Un problema al cual
encontraron solución: dar el cambiazo.
A lo que antes era
"representación", lo llamaron "democracia".
Y unos años
después, todo el mundo llamaba “democracias” a los gobiernos
parlamentarios donde se elegía a los representantes.
Y la gente dejó de
saber lo que era realmente la democracia.
Y gracias a eso,
llamar democracia a su opuesto, nos desarmaron. Porque ahora casi
nadie se plantea la que bien podría ser la solución a nuestro
problema político: la democracia, pero la de verdad. La gente sólo
ve elecciones, representantes, líderes, partidos políticos,
parlamentos. Lo opuesto a la democracia.
El timo salió a la
perfección.
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