La primera vez que
leí “1984”, siendo bastante joven y, en consecuencia, ignorante,
me pareció una novela muy interesante, pero tal vez en exceso
anacrónica y exagerada. Sin embargo, cuanto mayor me hago, cuanto
más aprendo, más certera y real me parece, y más admiro la visión
y capacidad de análisis de George Orwell para identificar patrones
de comportamiento psicológico de las masas y de funcionamiento de
las dictaduras.
Precisamente uno de
los pasajes que más exagerado me pareció entonces, lo veo hoy de la
más rabiosa actualidad. Lo tengo que transcribir entero. Merece la
pena releerlo una vez más sin dejarse una coma. Saboreadlo y
disfrutadlo:
“En el sexto
día de la Semana del Odio, después de los desfiles, discursos,
gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo
de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de
tanques, zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos...,
después de seis días de todo esto, cuando el gran orgasmo político
llegaba a su punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya
un delirio tan exacerbado que si la multitud hubiera podido
apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que
habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos,
los habría despedazado... en ese momento precisamente se había
anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía
luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no
se reconoció que se hubiera producido ningún engañó.
Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas
partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia
Oriental. Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba
en una de las plazas centrales de Londres en el momento del cambiazo.
Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminado con focos. En la
plaza había varios millares de personas, incluyendo mil niños de
las escuelas con el uniforme de los Espías. En una plataforma
forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un hombre
delgaducho y bajito con unos brazos desproporcionadamente largos y un
cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados
sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de
odio, se agarraba al micrófono con una mano mientras que con la
otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos
amenazadores por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces
hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades,
matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de
prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles, agresiones injustas,
propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible
escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada
momento, la furia de la multitud hervía inconteniblemente y la voz
del orador era ahogada por una salvaje y bestial gritería que
brotaba incontrolablemente de millares de gargantas. Los chillidos
más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El discurso
duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió
apresuradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un
papelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se
alteró en su voz ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de lo
que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin
necesidad de comunicárselo por palabras, una oleada de comprensión
agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental!
Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las
banderas, los carteles que decoraban la plaza estaban todos
equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje!
¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal
algarabía mientras todos se dedicaban a arrancar carteles y a romper
banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón roto. Los
Espías
realizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para
cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle. Pero a los
dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había
soltado el micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire.
Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio exactamente
como antes. Sólo que el objetivo había cambiado.”
1984. George
Orwell.
Reajuste
mental instantáneo. En cuestión de segundos, de décimas de
segundo, se pasa de creer ciegamente una cosa, a creer
ciegamente la contraria.
¿Exageración?
¿Anacronismo?
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